sábado, 25 de mayo de 2013

LOS ATAQUES DE ESPAÑA CONTRA EL ACTIVISMO



ARTICULO PUBLICADO EN HUMAN RIGTHS WATCH
JUDITH SUNDERLAND
investigadora sénior para Europa y Asia Central de Human Rights Watch.



En una manifestación cerca del Parlamento español el 18 de abril, un defensor del derecho a la vivienda bromeó con la idea de que los manifestantes debían dividirse por terroristas en un lado y nazis en el otro. Todos se echaron a reír, pero este comentario sarcástico tiene un lado oscuro. A lo largo del mes pasado, los políticos municipales y nacionales han utilizado todos los calificativos posibles para deslegitimizar a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, un movimiento de base que se ha convertido en una poderosa voz para los cientos de miles de víctimas de la crisis de la vivienda en España. Han denigrado personalmente a la portavoz y miembro fundador de la Plataforma, Ada Colau, y han impuesto multas o sometido a procesos penales a los participantes en manifestaciones no violentas.

La campaña contra la Plataforma representa un giro peligroso contra la libertad de expresión y asociación, en un país asolado por la crisis económica.

La Plataforma ha sido una espina para los sucesivos gobiernos desde 2009, cuando empezó a movilizar a la gente para defenderse a si mismos y a otros frente a los embargos y los desahucios cuando explotó la burbuja inmobiliaria. En un país donde más del 80 por ciento de la población prefiere comprar sus casas antes que alquilar, el desempleo masivo implicó que muchos no pudieran cumplir los pagos de sus hipotecas. La crisis social resultante se ha visto exacerbada por las leyes que mantienen la responsabilidad de los propietarios frente a la deuda, incluso después de perder sus casas.

Sin embargo, el Gobierno del Partido Popular parece haber emprendido una iniciativa a gran escala para desacreditar el movimiento después de que empezara a organizar escraches o actos de denuncia: protestas cerca de las casas y las oficinas de diputados del Partido Popular con el fin de presionarlos para que apoyen una propuesta legislativa redactada por la Plataforma.

El movimiento estableció reglas para sus miembros, como evitar dichos actos cuando hay niños presentes, no molestar a los vecinos, no amenazar a los políticos. 

La respuesta ha sido virulenta. “Tratar de violentar el voto es nazismo puro”, dijo la secretaria general del partido.  El alcalde de Guadalajara dijo que la campaña de escraches era “totalitarismo fascista o comunista”. Una alto cargo del Gobierno, Cristina Cifuentes, sugirió que Colau apoyaba a grupos asociados con la banda armada separatista vasca ETA—una acusación no falta de consecuencias en un país en el que se condenado a asociaciones vascas de acuerdo con las leyes antiterroristas por tenues vínculos con ETA. Colau dijo que las acusaciones eran “vulgares, ridículas e increíbles”. 

El Partido Popular no se ha contentado con los insultos. Al menos cuatro funcionarios electos han presentado demandas judiciales contra participantes en los escraches. En el caso más conocido, la vicepresidenta del Gobierno Soraya Sáenz de Santamaría presentó una denuncia contra 27 personas por “amenazas y coacción” tras un escrache delante de su casa a principios de abril. Las autoridades de Madrid ya habían sancionado a 18 personas por organizar una manifestación no autorizada, en relación con este caso.

Un sindicato de funcionarios de derechas, Manos Limpias, presentó una denuncia contra Colau por incitar a amenazas y coacción contra cargos electos.

La Plataforma es un caso único en Europa. La Plataforma, un verdadero movimiento de derechos humanos desde la base,  ofrece asesoramiento jurídico y asistencia en la negociación con bancos, pero también organiza protestas para detener desahucios y tomas de bancos.  De esta manera, ha reconducido fundamentalmente el debate público y se ha ganado una credibilidad generalizada en España. El año pasado, recopiló más de 1,4 millones de firmas (muy por encima del medio millón necesario) de apoyo a su propuesta de ley que, entre otras medidas, permitía la dación en pago y garantizaba viviendas asequibles para los desposeídos.

Puede que no todos estén de acuerdo con algunas de sus tácticas, ni incluso con todos sus objetivos. Es cierto que existe un cansancio entre sectores de la población española por la discordia constante en medio de una profunda crisis económica y las penurias generalizadas.

No obstante, la presión pública organizada y no violenta para el cambio es una característica fundamental de una sociedad democrática. Los derechos a la libertad de expresión y asociación, como el de reunión pacífica, están consagrados en el derecho internacional y la Constitución Española.  Esta es la razón por la que el derecho de derechos humanos fija un umbral elevado para la prohibición o la sanción de manifestaciones públicas: las protestas no autorizadas, molestas, incluso ofensivas, pueden ser perfectamente legítimas. Y los cargos electos han de estar dispuestos a tolerar el escrutinio y las críticas.

En última instancia, los tribunales decidirán si los participantes en algún escrache vulneraron la ley (un juez de Cantabria ya ha desestimado una denuncia).  Sin embargo, calificar estas acciones de “profundamente antidemocráticas”, como ha hecho el primo ministro Mariano Rajoy, es un ataque injustificado contra los defensores de derechos y distrae la atención de los verdaderos problemas.

Cientos de miles de personas se han visto afectadas por la crisis hipotecaria.  Tan solo en 2012, los bancos embargaron 32.490 primeras viviendas y pusieron en marcha casi 66.000 procesos de embargo.   Cuando se obtuvieron las hipotecas, las prácticas crediticias irresponsables, por no decir depredadoras, eran habituales y las tasas de interés por impago eran elevadas (en algunos casos hasta del 18 por ciento). 
Al parecer, las comunidades de inmigrantes han sido una de las víctimas propiciatorias de las hipotecas cuestionables.  Se estima que una tercera parte de los afectados por la crisis hipotecaria son inmigrantes, una cifra bastante por encima de su proporción dentro de la población. Eduardo, un ecuatoriano de 44 años, explicó que los representantes de una empresa inmobiliaria intermediaria visitaban regularmente la obra de construcción donde trabajaba para promover "ofertas" de los bancos para comprar una casa. “Sabían que a las 10 parábamos unos 15 minutos, llegaban ahí y nos acosaban”, me dijo.

Esto fue en 2006, cuando la industria de la construcción– en la que estaban empleados muchos inmigrantes –estaba en su apogeo. En los años siguientes, la industria se colapsó, las tasas de interés se dispararon y la economía cayó en picado, dejando a millones de personas en el desempleo—que alcanzó un  máximo histórico del 27,2 por ciento en el primer trimestre de 2013.

El número de personas que no pueden cumplir los pagos de la hipoteca ha aumentado constantemente. A diferencia de otros países, la entrega de las llaves de la casa no conlleva que se salden las cuentas con el banco, y muchos se quedan con la carga de una deuda significativa si, como casi siempre ocurre, el valor adjudicado de la propiedad no cubre la cantidad total del préstamo. Los que intentan resistirse al desahucio acaban inmersos en largas y costosas batallas legales en el marco de procesos que no garantizan sus derechos. 

Al dejar de lado la propuesta legislativa de la Plataforma, el Gobierno se ha limitado a adoptar sus propias reformas. Estas reformas consisten en limitar las tasas de interés de demora y exigir a los bancos que perdonen entre el 20 y el 35 por ciento de la deuda si los deudores pagan la cantidad restante en el plazo de cinco o diez años. Por primera vez, los jueces podrán suspender un desahucio si está basado en disposiciones injustas dentro de la hipoteca (el Tribunal Europeo de Justicia había dictaminado en marzo que los procedimientos anteriores vulneraban los reglamentos de la Unión Europea sobre protección del consumidor). Las familias especialmente vulnerables deben disfrutar de una moratoria de dos años de sus desahucios—si su banco ha firmado voluntariamente un código de buenas prácticas—y el Gobierno va a trabajar con el sector bancario para convertir las casas embargadas en viviendas de alquiler a bajo precio. 

La Plataforma, entre otros, sostiene que estas reformas son demasiado poco y demasiado tarde. Aunque las disposiciones sobre suspensión de desahucios y la posibilidad de perdonar la deuda podrían ofrecer cierto alivio, es improbable que beneficien a la mayoría de los que se enfrentan a la pérdida de sus casas. Tampoco ayudarán en nada a los que ya han sido desalojados de sus casas y siguen cargando con una deuda insuperable. Tampoco está claro que las reformas aborden los problemas estructurales en un país con uno de los parques más bajos de viviendas sociales de Europa y alquileres altos en el mercado privado.

María, una peruana de 45 años que fue desalojada de su casa en octubre de 2012 participa activamente en la Plataforma.  Dijo: "No me considero terrorista, ¡jamás! Soy luchadora para defender mis derechos humanos, solo quiero justicia”. En lugar de desperdiciar el tiempo de todos intentando desacreditar a la Plataforma, el Gobierno debería reflexionar sobre si está haciendo lo suficiente para garantizar el acceso de todos a una vivienda adecuada y asequible.

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